Por Julián Ospina
Rubén Darío Herrera Rendón nació un 6 de mayo de 1967 en Pueblorrico, Antioquia, y desde allí, entre montañas y soles campesinos, comenzó a aprender el arte de observar. Fue el quinto de seis hermanos, esposo de Diana Patricia Restrepo Monterrosa, oriunda de Montelíbano-Córdoba, padre de Samael e Ian y abuelo de Alan, luz de su descendencia. Pero más allá de los lazos de sangre, fue hijo de la luz misma: la hizo su oficio y su destino. Me atrevería a decir que es uno de los fotógrafos más representativos del suroeste antioqueño.
Las imágenes que capturaba llegaban a ser del orden del milagro, sólo se las encontraba él, ninguno otro hubiese podido encontrárselas así, pero también las buscaba, caminaba en silencio, atento a una cierta forma de presentarse el color en un ángulo y de estar en lugar exacto en el momento oportuno. A veces salía triste a la calle y regresaba con una alegría de niño brillándole en los ojos por haber captado una foto, y no cualquiera.
En 1993 se inició en el medio audiovisual en el canal Telepueblorrico. Allí quizá aprendió que la cámara no es sólo un objeto, sino una brújula que lo orientaba hacia el alma de lo visible. Lo visible, esa ilusión que acaso sea el negativo de lo invisible que al morir revelamos. Allí, en Telepueblorrico, junto a Ómar, su amigo del alma, hicieron travesuras y escuela con el audiovisual.
Su formación fue constante y apasionada. No se limitó a la práctica: se nutrió de la lectura de grandes maestros de la fotografía como Michaell Busselle (Master of Photography), John Hedgecoe (El nuevo libro de la fotografía) y Michael Freeman (Compendio de fotografía digital). Su curiosidad lo llevó además a múltiples talleres y seminarios: audiovisual y producción de video documental (Medellín, 1993), iluminación, glamour y maquillaje (Medellín, 1998), poses e iluminación con Juan Bautista Zuluaga (Pereira, 1998), creatividad con Kodak Profesional (Medellín, 2001), y “Gente, lugares y momentos mágicos”, también con Kodak Profesional (Medellín, 2001). Cada experiencia fue sumando capas de luz a su mirada, afilando su ojo y su sensibilidad.
Para Rubén la fotografía fue vocación y forma de vida. Fue por la fotografía que se aficionó al cine, ámbito en el que realizó cortos documentales como Arrieros, Aquellos años…aquellos amigos y participó en el rodaje de películas como Pasos de héroe y en cortos como Kalashnikov escrito y dirigido por su amigo Juan Sebastián Mesa quien ha dirigido películas como Los Nadie (2016) y La Roya (2022). Una vez me confesó que su interés por el desnudo, de los que logró captar casi su esencia sagrada, la aprendió por ese gusto a la belleza, por ese deseo que nos enciende la vida pero, principalmente, lo aprendió porque se dio a la lectura de algunos libros de fotografía y de enciclopedias sobre la sexualidad que hace años eran los libros ocultos y hojeados con malicia por los adolescentes. Pero Rubén acudía a aquellos libros y a los de fotografía ávido de aprender.
Consciente del valor de la memoria colectiva, Rubén creó la página de Facebook Estampas de Pueblorrico, donde difundió bellas imágenes de su tierra natal, convirtiéndola en un archivo de identidad y pertenencia. Desde allí también dio vida a la serie Talentos, con la que reconoció y visibilizó a artistas locales. Su versatilidad lo llevó incluso a acompañar algunas producciones del cantante de reguetón Santiago Jaramillo, mostrando que su lente sabía transitar entre la tradición y la modernidad con igual respeto y entrega.
Rubén caminaba tras la luz, amaba los niños. Y esto es superior a las sombras. Hubo fotos que hizo primero en su imaginación y en su sentimiento como si elaborara el fermento que luego lo embriagaría. En Rubén Darío una foto nunca era la misma, siempre otra y cada vez nueva, con un matiz y riqueza de sentido, grafías de luz que hizo de sus fotos auténticos textos capaces de una belleza a la altura de la poesía, la música y, por qué no, a la altura de las levitaciones científicas y de la respiración. En la fotografía de Rubén la conexión del ojo con lo que ve trasciende lo técnico, era una especie de unión mística del fotógrafo a la cacería del instante revelándolos por la vía de la pupila la memoria de su corazón.
Su mirada supo encontrar belleza en lo simple: en los caballitos de acero que suben montañas, en la sonrisa de un niño, en la arruga noble de un anciano, en la noche que late. Por su amistad supe que a Rubén lo movía el arte, la gestión cultural, la comunicación, el cine, aparte del café que cultivaba y el amor y sus aventuras. Entre su plantas de café, de hecho, concibió distintos proyectos y sueños según me relató en tardes de amistad a carcajadas.
Rubén participó en festivales y concursos a nivel nacional e internacional que reconocieron su talento: desde Artes y Oficios de la Cultura Antioqueña (1995), el Salón del Artista de Jericó (1997), Colombia en Fotos (2013-2014), Cómo ve la Paz en Bogotá (2014), el Festival de Cine del Suroeste (2013-2014), hasta llegar a escenarios internacionales como Cannon Internacional (Bogotá, 2014) y Photo Acuae en España (2016). Fue miembro fundador del Festival del Cine del Suroeste Antioqueño, certamen que hoy honra su legado al entregar, año tras año, la estatuilla Rubén Darío Herrera Rendón a los ganadores de las diferentes categorías.
Entre sus grandes logros, una de sus fotografías rurales alcanzó en 2013 el primer lugar entre 13.000 imágenes enviadas por 6.587 fotógrafos de todo el país. En 2020, además, fue uno de los fotógrafos seleccionados en el Concurso Latinoamericano de Fotografía Documental. Dondequiera que estuvo, Rubén dejó huella. Allí donde participó, su ojo no sólo habló, sino que dio voz a la tierra, al pueblo y a su memoria.
En Pueblorrico, junto a su esposa Diana, no sólo fue artista, también sembrador de comunidad. Su rol como padre, vecino, gestor cultural y amigo mostró que la fotografía puede ser escuela y refugio, camino y humanidad. Supo que educar también es encender la chispa de la creación en los otros y que el arte es una forma profunda de amor. Sus imágenes lo tocan a uno, lo inspiran a darle un abrazo. Hubo quienes luego de verse a través del lente de Rubén se vieron mejor a sí mismos cual si hubiesen pasado a través de un espejo mágico.
Rubén dejó un legado de imágenes memorables. Bien haría su pueblo—si las voluntades políticas e interinstitucionales decidieran concretar el reconocimiento al valor de su obra— en preservar su memoria con un libro que dé testimonio de su mirada y sirva de ejemplo y aliento para las generaciones jóvenes. Porque en las fotografías de Rubén no emergen simples rostros ni paisajes, sino nítidos retratos de la tradición, de la historia y la cultura de un pueblo y una comunidad entera. Rubén nos legó la certeza de que mirar es también un acto espiritual. Sus fotos no se apagan: siguen vívidas en la memoria colectiva como instantes de luz capaces de vencer al tiempo.
Rubén Darío no fue un fotógrafo cualquiera, fue un alquimista de lo efímero. Sus imágenes son pletóricos testimonios de la ciencia de lo invisible, eran puentes entre la tierra y el cielo, entre el hombre y su historia, entre la vida y lo eterno.
Hoy, cuando lo evocamos, elevamos nuestro deseo de que sus ojos contemplen las bellezas del infinito, que la cámara del universo lo acoja y siga abriéndose para él, que su eterna aliada, la luz, lo asista ahora y siempre. Rubén, egresado de la I. E. El Salvador, de seguro ha ingresado ya al campo abierto de la salvación porque, como la luz, no muere, sólo cambia de forma. A pesar de que nos cueste un poco acostumbrarnos a esa forma peculiar de la luz que es ahora el grande y dulce Rubén Darío Herrera Rendón.