A continuación compartimos una texto de Jandey Marcel Solviyerte. Se trata del agosto negro del 2000 en Pueblorrico, suceso que le merece al gran poeta colombiano, la dedicación de buenas páginas en su último libro de crónicas, Grafías: memorias del conflicto.
Pueblorrico: Los Guardianes del Cielo
Un paisaje devorado por montañas
Al salir del área metropolitana de Medellín, por la vía de Caldas-Amagá-Bolombolo, se recorre en bus bordeando montes cultivados de pino y otros de especies nativas que han estado allí desde que la tierra tiene memoria. Traspasado Amagá el vehículo atraviesa un paisaje escarpado de farallones que se ven de cerca y se divisan los más imponentes a lo lejos: Cerro Bravo, Cerro Tusa, El alto de Otra Mina, picos agudos que son comunes en esta geografía del suroeste antioqueño. Pirámides que en las noches estrelladas señalan la dirección de alguna estrella, templos vivos donde los antiguos habitantes hacían sus ritos.
Siguiendo el curso de la quebrada Xinifaná, que parte en dos la cordillera, y alejándose de la ruta a Fredonia, el bus desciende por una vía estrecha atravesando una saturación vegetal. El calor del cañón se siente a medida que se desciende por la margen derecha de la quebrada, la misma que va en busca del Cauca a completar su recorrido, venido desde el fondo de entraña telúrica. Se desvía a la izquierda cuando termina de bajar al río, esquivando a Otra Mina que queda atrás, a la derecha de las aguas, y se adentra por una vega hasta Bolombolo, donde aún existe uno que otro vestigio del ferrocarril de Amagá. Sol, demasiado sol, mientras el vehículo avanza raudo sobre el puente que cruza el río Cauca.
El clima es cálido y las cigarras cantan hasta reventar en los grandes árboles que crecen a orillas del gran río; los grillos estriden su monorrimo, mientras las víboras se desplazan veloces en los herbazales. A Bolombolo el poeta León de Greiff lo llamó Xuyexawivo, y lo coronó con el epíteto de “país del sol sonoro”. Atravesando el afluente del río Toro la autopista continúa entre naranjales, ganado vacuno y en cada riachuelo o quebrada, o a orillas del Cauca, dragas extrayendo del lecho fluvial las pepitas de oro. Por lo general, esta ha sido una región cafetera, pero el monocultivo ha sido cambiado, cafetos por cítricos.
Foto: Julián Ospina |
Pasado Cauca Viejo, se desvía el vehículo por la carretera que conduce a Tarso, ascendiendo de nuevo por la cara oriental de la cordillera central, pasando por las partidas de Jericó, curvando a la derecha por una estrecha vía que, como una culebrilla, va recorriendo el perfil de las breñas del suroeste. Casi de regreso a la altura, sobre una meseta un tanto inclinada, queda la población de Tarso, donde la mayoría de los viajantes llegan a su destino. Siguiendo la culebrilla que cada vez es más estrecha, el autobús, también pequeño y estrecho, corona una cuesta y bordea el cerro de La Trocha por donde ingresa sinuoso a Pueblorrico.
Por costumbre, si uno viaja a Pueblorrico, el común de las gentes que conocen el destino dirán que es el pueblo de las dos grandes mentiras, porque, según ellos, ni es pueblo ni es rico. Llegar allí, quedar atrapado en medio de los cerros imponentes que lo circundan: Caja de oro a lo lejos, la trocha a su poniente y el Gólgota al naciente, es ya riqueza, todo depende de cómo se vea ésta al espíritu. Fue nombrado de tal modo por los españoles el pequeño paraje, al encontrar indígenas de la gran familia Caribe, que eran ricos en oro, ancestros de los emberá chamí de hoy; en 1869 se erigió corregimiento y fue nombrado Bethsaida, por ser una de las calles largas pertenecientes a Jericó. En 1911 pasó a ser municipio segregándose de aquel. Hoy en día su riqueza radica en el paisaje y en la tierra fértil que cubre las potentes piedras que son estas montañas.
Sin embargo, con respecto a las dos grandes mentiras, que son en todo sentido refutables, existe una mentira mayor, más dolorosa e inaceptable. El 15 de agosto del año 2000, tropas conjuntas del ejército nacional dispararon y lanzaron granadas de fragmenta- ción por más de cuarenta minutos contra un grupo de niños –siendo redundante decir que estaban indefensos–, dando muerte a seis de ellos e hiriendo a cuatro más. La gran mentira de Pueblorrico es que los gobiernos sucesivos: Pastrana, Uribe en sus dos mandatos y Santos ahora en su segundo, no hayan facilitado que la justicia opere como debe en un caso inconcebible a la luz del derecho internacional. Esa es la gran mentira que quieren ocultar, que el ejército de este país asesinó a esos niños e hirió a otros más y que al día de hoy no se juzgue a ningún responsable, y en cambio el ejército, la justicia militar y la civil, en nada avanzan para esclarecer la verdad.
El contexto
Durante la década del noventa, luego de varias décadas de dominio territorial por parte del Ejército de Liberación Nacional ELN y del Ejército Popular de Liberación EPL, principalmente, y más al occidente de la región por parte de las FARC, comenzó el auge de grupos paramilitares como el Bloque Suroeste de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá que abarcó desde el occidente del departamento, entre Urabá y Urrao, hasta los confines del suroeste de Antioquia al mando de alias René, un excombatiente de las FARC que se pasó al bando de los paramilitares y bajo sus órdenes azotó a la región.
En Pueblorrico, como en el resto de poblaciones de la zona, los grupos armados ilegales comenzaron a asesinar de manera selectiva. Al principio a indigentes, consumidores de sustancias alucinógenas, homosexuales, borrachos altaneros y prostitutas; con posterioridad a personas señaladas de ser auxiliadores o simpatizantes de las guerrillas. No mucho después contra todo aquel que no se dejaba amoldar a su tiranía generalizada. El poder llegó a tal límite que uno de los habitantes de Pueblorrico expresó en entrevista: “El poder de los paramilitares llegaba al límite de que si usted tenía un problema con su mujer, que le pusiera los cachos, por ejemplo, al usted enterarse podía ir donde ellos y éstos obligaban a que su mujer volviera y a que el amante pagara una multa. Si se negaban a obedecer podían ser desterrados o, en definitiva, la orden era asesinarlos”.
Guajiro, Charlie, Huber, son apenas tres nombres de los muchos que, al pronunciarse, a cada habitante bueno de Pueblorrico le da escalofrío de solo pensar en el daño que hombres como estos le han hecho a la población. Extorsiones, violaciones, abusos sexuales, crímenes de odio y de homofobia, torturas, físicas y sicológicas, asesinatos selectivos y masacres. Desde 1995 hasta 2006 los paramilitares fueron los amos y señores de la vida, incluso íntima de los habitantes. La cordura, ajena al accionar de los ejércitos, se olvidó de Pueblorrico por casi once largos años, donde, si había una ley, era la del Bloque Suroeste.
Los límites de barbarie alcanzados habían a su vez engendrado una serie de monstruos, como los ya nombrados, y otros como el individuo apodado Sion, quien provenía de una familia de Pueblorrico, había nacido y crecido allí, y que, según testimonios, había militado con la guerrilla y al regresar a su pueblo comenzó a asesinar personas, incluyendo miembros de las autodefensas y de la fuerza pública, y en especial a mujeres de las cuales se enamoraba: “Cuando vi la película La mujer del animal de Víctor Gaviria, caí en cuenta de que acá en Pueblorrico también tuvimos un animal. Le decían el Sion. Yo cuando adolescente tuve una pelea con él, o más bien, él me pegó, y es que desde joven se le veía que iba a ser malo. Él miraba una mujer, y si le gustaba, estuviese sola o acompañada se le acercaba y le decía que debía acostarse con él. Si ella se negaba o su novio o marido se interponía el Sion los mataba”.
Este era Pueblorrico desde mediados de los años noventa. Una población aterrorizada por el accionar paramilitar y bajo la aprobación de las fuerzas del Estado, de los gobiernos locales, de ganaderos, grandes terratenientes y comerciantes de la subregión suroeste, quienes siendo unos cuantos individuos, poseen casi la totalidad de las tierras productivas y el dominio político de los distintos municipios que conforman la subregión. Allí donde antaño soñaba un piano o una victrola, con ritmos propios del campesino antioqueño, ahora sonaban vallenatos y corridos norteños. La calma chicha de la tierra del espléndido poeta Jaime Jaramillo Escobar y del mejor futbolista de la historia del municipio Edgar Arcila Garcés, autor del himno, se había trocado en zozobra.
El nuevo presidente Andrés Pastrana, de la rancia oligarquía colombiana, había negociado con EEUU el llamado Plan Colom- bia, cuyo objetivo era combatir a los grupos insurgentes, y su propósito principal, apoderarse de las riquezas del país suramericano. El fin de milenio se acercaba, la guerra había llegado a límites de ignominia. La vileza campeaba en los campos colombianos, el territorio de Pueblorrico no sería la excepción una vez más y esta vez con una de las masacres más fehacientes de la degradación del conflicto armado colombiano.
15 de agosto de 2000
El día despertó soleado como los días anteriores. Los vientos de agosto agitaban las ramas de los árboles, despetalaban las flores y despeinaban las crines de los caballos. Sobre los tejados gemían como el antiguo dios que hubo en su nombre y en la torre de la iglesia principal de Pueblorrico tañeron 7 campanadas. La mañana primaveral era precisa y preciosa para la salida ecológica que la profesora Lucy del Carmen Vélez Vásquez, en representación de la Escuela Rural La Pica, había organizado con sus estudiantes menores de 15 años. Junto con ella iba su esposo, el concejal Hernando Ernesto Higuita, la muchacha trabajadora del restaurante escolar, Dalia Zapata Gómez, un ama de casa, Mery López Álvarez y un grupo de cuarenta y siete niños y niñas que fueron reuniéndose como bandadas de pájaros cantores en las instalaciones de la escuela, con excepción de los niños que vivían en la vereda por donde pasarían para dirigirse hacia la finca La Amarilla donde pensaban hacer un fogón y preparar almuerzo.
A las 8 de la mañana salieron con dirección a La Amarilla bordeando un paisaje sembrado de cafetos, de plátano, de caña de azúcar, con pastos recién cortados para alimento del ganado, y unos pocos árboles grandes, guayacanes amarillos sobre todo, que hacían sombra a los cafetos. Ya reunidos todos en el camino, guiados por el niño David Ramírez, quien era de la vereda, recorrieron la trocha sinuosa en camino ascendente. Algunos niños se separaron del grupo cuando el camino de herradura se bifurcaba en dos. Trece niños tomaron la ruta de la izquierda del camino para llegar hasta los potreros desde donde se divisa el pueblo en su totalidad. El segundo y más numeroso grupo, donde iba el concejal Higuita, tomó el camino de la derecha, y el tercero, el de la profesora Lucy, marchaba detrás y aún no había llegado a la bifurcación de la trocha.
Al coronar el grupo de trece niños la cuesta, uno de ellos gritó de alegría al ver que el camino se despejaba y una gran pradera los esperaba para divisar mejor aún la excelsa geografía de Pueblorrico y de parte del suroeste antioqueño. Como respuesta a la alegría infantil manifestada en un grito, un tableteo de fusil se escuchó y con la primera ráfaga cayeron heridos los primeros infantes. De aquel grupo algunos no habían alcanzado a posicionarse en la cima de la cuesta y esto pudo salvarlos de las primeras ráfagas de fusil que sobre ellos disparaban. Con los primeros disparos los adultos comenzaron a gritarle a la tropa que eran los niños de la escuela, que cesaran el ataque, sin hallar respuesta a sus peticiones. Por el contrario, los soldados continuaban disparando y lanzando granadas de fragmentación contra un grupo de niños vestidos de rojo y blanco, el cual era el uniforme de educación física del colegio, colores bastante vistosos en el verde de la pradera, cuyas hierbas eran muy bajas, según la comisión de verificación de Derechos Humanos que visitó Pueblorrico los días 16 y 17 de noviembre.
De la cuesta comenzaron a bajar los primeros niños y niñas heridas. El concejal Higuita se ocupó en cargarlos y llevarlos a un lugar más seguro, mientras arriba en la colina, un grupo de próximadamente ocho niños permanecía bajo el fuego incesante de los soldados del batallón Cacique Nutibara del ejército colombiano, cerca de sesenta soldados bajo el mando del sargento Jorge Enrique Mina González con catorce años de experiencia en la institución castrense. De esta manera el sitio conocido como La Tolda se convirtió en el destino final de cuatro de los niños que cayeron abatidos, ya por las balas, ya por las esquirlas de granada que los destrozaron a la altura del tórax. Aquellos encargados de velar por la vida y honra de los ciudadanos colombianos continuaron disparando y lanzando granadas por cerca de cuarenta minutos, tiempo suficiente para que algunos de los heridos no alcanzaran a ser trasladados a hospitales y de esta manera, sin recibir los primeros auxilios, fallecieran en el sitio.
Los campesinos de la vereda La Pica acudieron al sitio donde encontraron los cuerpos inertes de tres niños tendidos sobre la hierba. La sangre estaba esparcida por todo el paraje. Los gritos de dolor y de llanto contrastaban con los que apenas hacía cuarenta minutos eran gritos de felicidad. Camino al hospital o en las instalaciones hospitalarias murieron otros tres niños para un total de seis fallecidos y cuatro más heridos, una de ellos de gravedad. Más allá del trauma físico de los sobrevivientes quedan los traumas sicológicos. Jamás aquellos niños, jóvenes y adultos hoy día, imaginaron que fuesen a ser atacados de manera tan vil, y mucho menos por el ejército regular de los colombianos. Si bien para la comunidad siempre estuvo claro que no hubo ningún combate, el ejército en su parte oficial expuso que habían tenido combates con guerrilleros del Ejército Revolucionario Guevarista del ELN y que en medio del fuego cruzado se atravesaron los niños. Versión desmentida por todos los testigos y sobrevivientes.
De aquella acción militar injustificada quedaron como víctimas fatales Marcela Sánchez, de seis años de edad, quien no era estudiante de la Escuela Rural La Pica, pero había sido invitada al paseo; Harol Giovani Tabares Tamayo, de siete años; Paola Andrea Arboleda Rúa de ocho años y su hermano Alejandro Arboleda Rúa de diez años; David Andrés Ramírez López de diez años y Gustavo Adolfo Isaza Carmona de nueve años de edad. Los niños y la niña herida son Cristian Isaza Carmona, de seis años, hermano de Gustavo Adolfo, quien falleció en los potreros de la finca La Tolda; Osvaldo Alejandro Muñoz Madrid, de siete años; César Arboleda Rúa de diez años y Andrea Sánchez de quince años de edad, quien tuvo que permanecer una larga temporada en un hospital de Medellín luchando por su vida. Ellos, el futuro de un país, fueron los chivos expiatorios que la acción descabellada del gobierno de Pastrana por mantener la guerra, y fueron los medios de comunicación colombianos los encargados de hacer conocer la versión oficial y no la de las víctimas.
Los Guardianes del Cielo
Cuando llego al parque de Pueblorrico me dirijo a una de las mesas cubiertas con sombrillas que hay en la plazoleta del pueblo, al costado izquierdo de la iglesia y por medio de un timbre, ubicado en la barra que sostiene al quitasol, llamo al mesero y pido un café. Mientras esto sucede, por mi cabeza pasan las versiones oficiales que desde un principio han hecho de una competencia judicial un circo mediático. Los niños aparecen muertos o heridos en un fuego cruzado con miembros de la guerrilla del ELN que jamás estuvieron presentes en el lugar de los hechos y ni un solo soldado ni un guerrillero resultaron heridos o muertos durante el combate, ni siquiera contusos. En cambio, a Pueblorrico le habían arrebatado desde ese mismo momento la posibilidad de avanzar hacia el futuro, después de haber permitido que a sus niños –el verdadero futuro del pueblo, del departamento y del país– les fuera arrebatada la vida aquella mañana del 15 de agosto del año 2000.
Luego de beber dos cafés me encamino por la calle peatonal ubicada al costado izquierdo de la iglesia hacia el hospedaje El viajero, administrado por doña Fabiola, una anciana muy amable que al instante me reconoce a razón de que siempre en mis visitas al pueblo me hospedo en su espacio. Me entrega las llaves de un cuarto y me dispongo a darme un duchazo, buscar algo de almuerzo y estar a tiempo para la cita que tengo a las 2 de la tarde con doña Argemira Carmona, la madre de Gustavo Adolfo y de Cristian, fallecido y herido, respectivamente, en la acción de La Tolda. Después del baño salgo a la calle peatonal e ingreso a un local de comida criolla, donde venden unos chorizos deliciosos. Durante el almuerzo la pantalla encendida de un gran televisor emitía las noticias del mediodía y podía hacer una especie de paralelismo entre las mentiras que oficialmente se han dicho por décadas, si no siglos en Colombia, y que los medios se han encargado de reforzar en el afán de encubrir los crímenes de Estado y lo sucedido en Pueblorrico, acto que no es otra cosa que el repudiable crimen perpetrado por soldados del batallón Cacique Nutibara del suroeste antioqueño contra medio centenar de niños, contra una población entera, contra la región, el departamento, el país, contra la humanidad.
Termino el almuerzo y subo por la peatonal, una cuadra arriba del hospedaje El viajero; giro a la izquierda en dirección al Parque Educativo Los Guardianes del Cielo; a mitad de cuadra pregunto por la casa de doña Argemira, una muchacha bonita parece no saber quién es, al voltear la mirada descubro en un balcón unas plantas muy bonitas y tengo la seguridad de que es esa casa la que busco. Tomo el teléfono y llamo, al tiempo que una mujer trigueña, cercana a los 50 años, un poco más, un poco menos, sonríe y apresura a abrirme la puerta. Al interior de las escalas la saludo y me pide que suba y me acomode en la sala.
Luego de presentarme doña Argemira me ofreció un café el cual acepté de inmediato. Antes de sentarme observé la sala de su casa, un altar a la memoria de su hijo, rodeado de imágenes religiosas, de flores que relucen al sol de la tarde. Cuando regresa de la cocina de súbito comienza a mostrarme los cuadros, el de su hijo Gustavo Adolfo, el de los seis niños que fallecieron en el ataque, otros elementos propios de aquella fecha fatídica para ella, la misma que le cambiaría la vida y que la haría de algún modo más fuerte. Acordamos que le haría unas preguntas específicas y que iríamos hablando a medida que las respuestas se fueran desarrollando. Al ritmo suave de la conversación la acompañaba un dolor sutil apenas manifiesto en un gesto, en una mirada a la fotografía de su hijo o en un suspiro que se escapaba de su pecho de madre, pecho de paloma herida.
“En la mañana del martes le dije a Gustavo, el papá de los niños, que si iba a dejarlos ir a una caminada por una hacienda Amarilla por allá arriba, a hacer un sancocho y a jugar futbol. Gustavo se negó. ‘Ni sueñe que yo los voy a dejar ir por allá, que se levanten, que se vayan a ayudarme a ordeñar que yo no voy a dejarlos ir’. Insistí. Adolfo lloró, habló con su padre y lo convenció. Los niños se bañaron juntos, estaban de afán, se reían y jugaban en el baño. Le limpié una oreja al niño, tenía un suciecito. Les aconsejé que no se fueran ni adelante ni atrás, que se fueran al pie de la profesora. Les pregunté si se habían encomendado al señor, Cristián contestó: “Ay sí mami, yo sí”, Adolfo dijo: “Ay, verdad” y se devolvió, y se arrodilló a rezar frente a un cuadro en la puerta. Insistí en que se fueran al pie de la profesora. Los niños se adelantaron, y los que iban adelante fueron los que…”.
La voz se le quiebra por primera vez. Aun cuando es una mujer muy fuerte, al narrar cada episodio de esa mañana que para ella será inolvidable un pequeño quebranto surge de su voz. Cada vez que evoque la imagen de su hijo será para ella como volver al momento cuando los vio salir hacia La Amarilla.
“Se oían felices, se veían en la distancia, felices, gritaban. Me quedé viéndolos ir con una cosa, con una cosa, con una cosa. Pero era la primera vez que no había ningún peligro... Quedé en zozobra, pensaba por qué no me había ido con ellos”.
Foto: Julián Ospina |
Vuelve a recomenzar en mi mente también aquella mañana del 15 de agosto. Ahora es una víctima directa quien me narra lo sucedido. La parte de la narración que nadie puede quitarle, aun así los medios de comunicación y los informes oficiales digan siempre mentiras que siguen revictimizando a las familias y a la memoria de los niños. Nos sumergimos a través de su historia en otro tiempo y llegamos a aquella mañana cuando los niños, aún vivos, corretean por los campos como seres libres, como polluelos de cóndor antes de emprender el vuelo.
“No hay justificación para el ejército. Los niños se montaban a los guayabos, desde la casa se escuchaba la algarabía, cómo es posible que los hubiesen identificado con un grupo armado. Según los expedientes, los miembros del ejército habían visto unas personas por unas casas, vestidos de negro, armados. Eran los niños de la escuela, y la visión no les daba para ver la escuela ni las casas ni nada. A los niños les dieron por la espalda. Al primer disparo corrieron despavoridos y se devolvieron por la loma; les dieron por la espalda, a una cuadra. Los dos niños llevaban jeans azules, el que mataron llevaba camisa gris y roja, el otro una blanca. Cristian sobre- vivió como milagro; quedó con un problema en el brazo, se le encalambra y no puede hacer fuerza. Un niño de seis años, corriéndole a esos degenerados, a esos asesinos, ahí, esperando a ver cuál da. Al niño mío, por ejemplo, le tocó correr herido más o menos una cuadra, muy herido, con dos heridas”.
El reclamo de justicia de doña Argemira continúa siendo presente en su relato. A su hijo Gustado Adolfo lo asesinaron cerca de su casa. Cuando los soldados empezaron a disparar, ella tuvo tiempo de escuchar un poco antes las sonrisas de los niños, la algarabía que estaban haciendo aquella mañana. Cuando le pregunto por quienes fueron los primeros impactados por las balas, responde.
“Eso fue lo más horrible que le puede pasar a uno. Cuando los niños cruzaron el morrito visible de la casa, no me hallaba, no pensaba que les fuese a pasar algo, pero me cuestionaba: por qué los dejé ir, yo por qué no me fui con ellos, yo por qué los dejé ir solos. Yo me fui a cuidar unos pollos, unas gallinitas que tenía…, eso fue por ahí a los diez minutos, cuando yo sentí un estruendo, como cuando una volqueta vacía así de improvisto un viaje de piedra, pero piedra, o sea, tan duro… o como si un avión se fuera a caer, y se escuchaba tan fuerte… el ruido no se quitaba, el ruido… eran disparos”.
La angustia del momento vuelve a su rostro, una vez más está reviviendo aquel episodio imposible de eliminar de su memoria. El recuerdo viene una y nueva vez a su mente y se repite la escena sangrienta innumerables ocasiones. Perder un hijo es como perder una parte de sí mismo, y a aquella hora trágica doña Argemira tenía a sus dos únicos hijos envueltos en una situación de guerra. Era el tiempo para que estuvieran, como en efecto lo estaban, jugando en los campos verdísimos, disfrutando del clima que por esos días era espléndido. Sin embargo, bajo las órdenes de Jorge Enrique Mina González, sargento del batallón Cacique Nutibara del ejército, treinta de sesenta soldados atacaron sin piedad y con sevicia que duró cuarenta minutos a los niños de Pueblorrico que correteaban de un lado a otro en el aire fresco de la mañana.
“El miedo, la cosa que yo sentía, yo era llorando, yo era desesperada, mas no pensaba jamás que eso era donde estaban mis niños. Mire que son muy desgraciados, a los cinco minutos pararon, se acabó la balacera; y en ese momento llegó el esposo, y desde que llegó, llegó furioso, bravo conmigo: ‘por su maldita culpa me están matando los niños, me están matando los niños…’. Ustedes no saben lo que yo sentí… Yo era llorando, yo me le arrodillaba al señor, yo me le arrodillaba, yo gritaba, yo me tiraba al piso, yo decía no puede ser, no Gustavo, eso no es así”.
Ambos padres salieron en búsqueda de sus hijos mientras la balacera apenas comenzaba. Don Gustavo se dirigió hacia la colina donde el traqueteo de los fusiles no cesaba; doña Argemira, por su parte, se encaminó al lugar donde estaba el mayor número de heridos y comenzó a preguntar a dos de ellos por sus hijos.
“¿Y los niños? ¿A ver a Cristian y a Adolfo?, y uno me dijo: ‘Ay doña Mira –llorando–, doña Mira, doña Mira, a Cristian lo hirieron’. Ustedes no saben lo que… Yo era a los gritos. [Los niños]: ‘Es que a nosotros nos dispararon, doña Mira, nos dispararon, doña Mira’; eran enloquecidos esos dos muchachitos… Y yo, pero cómo que a Cristian lo hirieron, y a dónde; ‘Aquí en el pecho, todo esto lo tiene lleno de sangre’. Y yo, me mataron el niño, yo era enloquecida, yo salgo esa loma arriba, yo ya no cerré casa, yo ya no me volví a acordar de nada, yo salgo gritando, pidiendo auxilio, yo me enloquecí, me enloquecí, me enloquecí… Cuando yo llegué adonde el abuelo, preciso, allá estaba Cristian en la cama sentado, tenían a Cristian y tenían a otro niño que se llama Osvaldo, que también fue herido, también de seis años, un compañerito de primero, entonces estaban heridos todos dos; Cristian con esta camiseta empapada y el otro niño con un disparo aquí, y otro en una pierna”.
Los hechos habían empezado antes de las nueve de la mañana, para doña Argemira faltaba un cuarto o diez minutos para las nueve y duró hasta las nueve y media. Con la certeza de tener a Cristian herido y viendo que Adolfo no aparecía, pensó que este al ser mayor que Cristian y bastante hábil e inteligente estaría bien.
“Yo llegué, empaqué la ropita, empaqué los documentos, la platica que había, cerré la casa y volví y salí; una muda de ropa de Gustavo, una ropa mía, la ropa de los niños… Yo cogí y empaqué dos bolsitos… Yo decía, nos tenemos que ir pa’ Medellín, hay que llevar el niño; pero, el otro, yo me imaginaba que estaba en perfectas condiciones, aparte pues del shock, del miedo”.
No obstante la situación era más grave de lo que ella consideraba.
“Me dijeron: ‘Ya viene Gustavo con el niño’… ¿Y a ver pues a Gustavo?…; me dicen: ‘No, Gustavo ya pasó con el niño’… Ahí yo sentí como que el corazón me hizo así [palmea], como que algo como que dijo, no, es que aquí anda algo mal… Yo salí corriendo, así, sin bolso ni nada… Cuando yo ya alcancé a divisar a Gustavo, ahí se acabó la vida mía, ya ahí ya se acabó todo porque ahí fue cuando yo vi que lo llevaban ya como a un animalito, me lo llevaban así [a cuestas], Gustavo lo llevaba así, y el niño… Ya me derrumbé totalmente porque pues yo con Cristian yo veía que no se me iba a morir… Cuando yo empecé a gritar y a correr hacia Gustavo… ya yo sabía que el niño se me iba a morir… Yo alcancé a verlo que le salía sangre por la nariz, por los oídos, por la boca, yo decía, mi hijo se va a morir, se me va a morir… y me senté en el suelo, y entonces le decía a Gustavo, démelo, por Dios, deme a mi hijo, que se muera aquí, no se me lo lleve; y él decía, no, el niño se… hay que tener fe; claro, lógico ¿cierto?, él lo que corría era que se lo llevaran pal hospital, que lo trajeran pa’ acá pal pueblo pal hospital, pero yo, o sea, yo cuando lo vi, yo dije, el niño se muere, ya no había con quién, estaba blanco como un nazareno, blanco como una pared, frío, y alcancé a ver, él me escuchó, él me escuchó porque él movió la boca, él hizo como, como que intentó hablar, y ni una gotera de agua, nada, no se le dio agüita, no se le dio nada, nadie acataba nada; yo me senté, yo me derrumbé, yo gritaba, yo me revolcaba, yo parecía loca totalmente”.
Prosigue su relato que, por estremecedor, no es menos cautivante. Ella sabe narrar y al hacerlo el oyente o interlocutor queda atrapado por su memoria y oralidad, al punto de permanecer casi sin espabilar y escuchando.
“Yo siempre que paso por ahí… me derrumbo. Ahí lo vi la última vez vivo; porque yo me acordé del maldito bolso y me devolví, y siempre era como una cuadra, yo sentía los pies, vea, de este tamaño. Yo le eché la bendición, yo sí le eché la bendición, se lo encomendé al señor, y yo decía, mi hijo se muere, y yo gritaba… Los gritos míos, yo creo que si uno espanta cuando se muera me van a oír gritando como una llorona… Yo me devolví por el bolso y ya no fui capaz de alcanzarlo, ya no era capaz, yo me pegaba de los palos, yo veía negro, a mí se me iba el mundo, yo no sé cómo no me desmayé, yo no sé cómo… Yo decía no puedo, no me puedo caer, no puedo, y yo invocaba a papá que estaba muerto ya hacía cuatro años, cinco, yo decía, ay papá, viejo querido, no me dejés caer, no me dejés; y yo por un callejón… yo me agarraba de lo que podía, no era capaz de caminar, era despacio, y yo decía, que quede vivo, qué le hace que lo tenga que bregar, qué le hace que quede bobito, pero que no se me vaya, eso le decía yo a Dios, yo lo brego toda la vida, pero no se me lo lleve, o sea, yo decía que si él quedaba vivo y no quedaba bien, pero que yo estaba dispuesta a cuidarlo; después yo perdí la fe, después yo me enojé con Dios, después me pasaron tantas cosas. Ya me vine, ya llegué, y cuando llegué al pueblo, ya el niño estaba muerto, no fui capaz de alcanzarlos; cuando ya faltaba por ahí cuadra y media pa’ alcanzarlos una ambulancia los recogió… y ya cuando llegaron, a los quince minutos murió”.
Después de estas palabras doña Argemira comienza a llorar; saco un pañuelo que compré por si este momento se daba; se lo ofrezco para que pueda enjuagar los pómulos y las mejillas.
“Cuando el ejército bajó, ellos pensaron que iban a encontrar pues supuestamente la guerrilla; cuatro niños muertos más los heridos, más los dos que murieron aquí, más los otros niños heridos, trece. Fueron cuatro niños heridos, pero, tuvieron que remitir tres y el otro niño pues no fue de gravedad… muy mal, esta niña Sánchez estuvo más de un mes hospitalizada… ella tiene problemas, ella va caminando y se asfixia porque a ella le quedó secuelas del pulmón… al menos el niño de nosotros estuvo de martes a viernes o sábado, él salió y al otro día cumplía los siete añitos… Sí, los había cumplido el 18 de mayo, –Adolfo, 9 años–, hacía menos de tres meses que le había hecho la tortica, que le había cantado el cumpleaños, la última vez”.
Se limpia el rostro, el mismo que vuelve a estar firme, soste- nido en sí mismo, en su dignidad. Le pregunto por las acciones le- gales que como víctimas emprendieron tras la masacre de La Tolda.
“Nosotros teníamos muy claro que había que demandar…nosotros les decíamos a ellos [defensoría del pueblo] que había que demandar, la parte penal… de la defensoría pues como que trataban como de que uno, como que se fuera nada más a la parte administrativa mas no en la penal, que ellos se encargaban de todo eso, que eso era el Estado, que yo no sé qué; nosotros aconsejamos mucho las familias, que demandáramos todos, y ellos decían que ya pa’ qué, que ya los niños estaban muertos, que a ellos lo único que les interesaba era pues como la parte económica, y no quisieron demandar… entonces nosotros demandamos con una ONG que se llama el Colectivo de Abogados José Alvear, y la parte administrativa la llevaba Mónica Arrieta, una abogada de Medellín… Pedro Mahecha y había otro que no sé cómo se llama… ellos estuvieron muy al tanto, muy al pendiente, hasta que se dio la indemnización, entre comillas, y después de eso se desaparecieron; qué pasó, aquí estuvieron los del noticiero de Teleantioquia, Juliana Palacios, Diego Álvarez, eso fue como en el 2013… se dieron a la tarea de investigar y de buscarlos porque pues estábamos muy desilusionados… porque ellos estuvieron unos días y después se desaparecieron”.
Pregunto por los investigadores del Colectivo de Abogados y como a muchos de los involucrados en esclarecer la verdad de este episodio vergonzoso los han amenazado o asesinado, quiero saber también dónde encontrarlos y averiguar cuáles han sido los resultados de su investigación.
“Qué les dijeron a los periodistas, que habían sido amenazados, que los hicieron desistir del caso de los niños y abandonar Antioquia… pero que ellos antes habían puesto una demanda a nivel internacional a la Comisión Interamericana… Yo tengo muchos documentos y periódicos que tienen muchas cosas de los niños, y está donde mataron al juez penal que llevaba el caso de los niños, y, supuestamente iba a fallar a favor de los niños y en contra de ellos, ¡lo mataron!... Sí, está en la impunidad. Yo le escribí al presidente Pastrana, al presidente Álvaro Uribe, le escribí al presidente Juan Manuel Santos. Nunca Álvaro Uribe Vélez, nunca me contestó una carta, al menos Juan Manuel Santos sí. Juan Manuel Santos sí mandó un comunicado de la presidencia, mandaron un co- municado al Ministerio de Defensa, del Ministerio de Defensa mandaron la orden al Batallón, al Ejército, que dieran un informe, y sí, yo tengo varios informes que me han mandado. Hasta el 2016 el caso de los niños estaba pues, según ellos, según la Fiscalía General de la Nación me mandaron un informe… diciendo pues que habían citado a declaración a los 30 involucrados… pero que habían aparecido 28; claro, ya se explica, hay dos muertos, uno de los comandantes que se llamaba Ancízar López murió… uno de los tres comandantes murió y uno de los soldados. Ese informe nos lo mandó el abogado que está investigando en este momento”.
Mientras vamos conversando le pregunto por la supuesta reparación económica que el Estado se ufana de haber entregado a las víctimas, queda claro que lo único que busca la institucionalidad es paliar un hecho de tal gravedad con pequeñas indemnizaciones económicas que lo único que logran es una mínima reparación de los daños causados. La pérdida de un hijo, y en plena infancia por parte de organismos de seguridad del Estado es un crimen de lesa humanidad. Las otras reparaciones, moral, ética, social, entre muchas otras, o han llegado a darse por parte del establecimiento.
“La familia mía desde un principio lo que buscamos fue que se hiciera justicia, que se hiciera justicia, por eso nosotros demandamos; y nos tocó pagar por esto, y cuando nos dieron la platica, nos sacaron a todos como de a cuatro millones y pico, que en ese tiempo era mucho… pero lo que nosotros más buscábamos era que se hiciera justicia, que estos desgraciados pagaran por lo que habían hecho”.
Al consultar si existe una asociación de víctimas que trabaje en conjunto con la justicia y los organismos de derechos humanos no gubernamentales, situación que sería favorable para todas las víctimas, me doy por enterado de que a 17 años de haber sucedido la muerte de estos niños, la desunión ha campeado en las familias, al punto de que varias parejas se han separado, por esta y otras razones.
“Como a los mesecitos de los niños haber muerto, se vinieron a contentar a la gente como a los indios con los espejitos, y eso traían sanitarios viejos, ropa vieja, juguetes viejos que se fueron a pedir por allá en Medellín pa’ quedar muy bien, pues, de que el ejército era una maravilla; y todos los papás bajaban corriendo pa’ allá a las ocho de la mañana. Ay no, yo no sé, será que uno es muy malo o es que la gente es muy boba, pero es que a nosotros nos daba una rabia, cómo es posible, está bien que esos no eran los que los habían matado, pero ellos venían era con la intención de que la gente limpiara el nombre de ellos... y entonces apenas vieron que nosotros no íbamos, el esposo mío y yo, entonces allá nos llegó el fuerte a la casa, eran como dos o tres, ah, que mire, que no, que ellos no lo habían hecho intencional, que esa gente, que esto, que lo otro; y yo, bueno está bien, que no lo hayan hecho intencional… Que ellos no sabían que era a los niños, y yo, bueno, y si no sabían que era a los niños, a quién fue pues que le dispararon… por qué dispararon si no estaban seguros a qué le iban a disparar… y por qué siguieron disparando después de que nadie les contestaba y de ver que los niños salían corriendo, gritando manga abajo y ellos no oían, ni oían ni entendían... Y por qué si los niños iban de blanco y de rojo y de amarillo, de bluejeans les disparaban, viendo que esa gente anda es de verde. Y él no sabía cómo salirse de todas las preguntas que le hacíamos; y salieron de ahí como perros regañados porque yo me les metí una rebotada y el esposo mío también, toreados, porque es que el dolor, a uno la tristeza le da con rabia… no hay derecho, no hay derecho a que le quiten a uno la mitad de la vida porque es que uno no vuelve a ser el mismo”.
Es necesario precisar que la masacre tiene como finalidad destruir a su interior a una comunidad, desligarla de sí misma, para que como individuos sueltos, sin engranaje en una misma lucha social, terminen, no por olvidar, sino por conformarse con las pobres ofrendas con que el Estado paga sus víctimas.
“A ellos los mueve más que todo es el interés monetario, más que la justicia, pues, a los otros papás; entonces ellos les decían [los abogados] que donde ellos resulten culpables, donde haya un fallo condenatorio, obligan al Estado a indemnizar de verdad a las familias… entonces todos están esperando qué les dice el abogado pa’ poder demandar… Ellos de pronto en medio de su ambición demandan, y de pronto así sí se logra lo que uno quiere… antes que nada, la parte penal, que se dé un escarmiento”.
Doña Argemira se acuerda del agua del café que ha debido hervir hasta secarse. Se toma unos minutos en la cocina y regresa con un tinto oscuro y dulce que disfruto en medio de un tema tan amargo. Pregunto por cómo reaccionó la comunidad, cuál fue el apoyo que recibieron de parte de sus vecinos, de sus familiares y amigos. Tras cada respuesta se percibe que el suceso es y sigue siendo doloroso para todo el municipio, pero que en el fondo las víctimas está solas en un mar de incertidumbre, sin archipiélagos jurídicos que les permitan tener la certeza de que los culpables de este crimen atroz sean condenados. Pregunto por la actitud del ejército y me contesta.
“Al Ejército aquí hacen lo que hagan, si hacen una cosa mala no les hacen nada, y si ellos matan a un guerrillero, los condecoran, les suben el sueldo, les dan vacaciones, y si es un civil no les hacen absolutamente nada, entonces ellos matan al que sea; a ellos no les hacen nada. Vea el caso de los niños, un caso tan obvio que era ese; los llevaban a declarar a ellos allá a decir lo que se les daba la regalada gana, y no había nadie quien estaba ahí de testigo pa’ decir eso es mentira, eso es falso; cualquiera se defiende así, ¿no? [Versión libre] Ellos van y hacen y dicen lo que se les da la gana y no hay nadie que diga no es que eso no es así, por qué no nos llamaron a los papás cuando ellos iban a declarar, o a los niños, a los profesores, a los padres que estaban ahí, pa’ decir, esto es cierto o es mentira. Ah, ellos dicen lo que les da la gana y ya”.
No lo pienso dos veces y pregunto el por qué a las víctimas no las llevan a estas audiencias, siendo actores de primera línea y los principales afectados.
“ Vinieron a los cuatro años dizque a hacer una reconstrucción de los hechos, y nos llamaron a todos los papás y a los niños, y nos dejaron a dos cuadras de ellos, vigilados como por cien soldados; vinieron dos camiones de esos grandes, que no les cabía un soldado, armados hasta los dientes; oiga, y ese hombre vino, el Jorge Enrique Mina González vino, yo no lo distinguía, nada más por la revista, pero una de las mamás sí lo distinguía... Entonces el personero nos decía: ‘tranquilas’. Nosotros les dijimos de todo a los soldados que nos dejaron custodiándonos pa’ no dejarnos subir... por qué no nos dejan subir si es que los padres y los niños son los testigos directos de qué fue lo que pasó; llevaron niños de aquí del pueblo que no tenían nada que ver con las cosas. Entonces el personero nos decía: ‘No, tranquilas que ellos van a hacer una reunión y ustedes les pueden decir lo que ustedes quieran, hacerles las preguntas que ustedes quieran y las explicaciones que ustedes quieran, que se las den’; nosotros creímos. Mentiras. Nos quedamos aquí; cuando bajaban así enfiladitos, así por todo el caminito, el comandante Jorge Enrique Mina González, pasó, nos miró, porque él nos distinguía a los de la demanda, nos miró con unos ojos de asesino que no puede con ellos, horribles; miedoso ese hombre, miedoso, con cara de malo. No nos saludó siquiera, y agachado se tiró a ese camión escoltado como por cien soldados... Ellos tuvieron la oportunidad, los cuatro años de pedirnos perdón, y decirnos, danos una explicación, a lo mejor hubiéramos entendido, pero ese señor ni siquiera nos saludó, pasó como una fiera por un lado de nosotros y nos miró con unos ojos de asesino y siguió derecho; aquí que no venga nadie a joder”.
La tarde comienza a ponerse gris, el diálogo continúa con detalles. Ante la pregunta de si consideraba que todos los soldados eran culpables, doña Argemira sacude la cabeza negando y narra otro encuentro con los militares.
“Un soldado que había estado en el momento de los hechos dijo: ‘Vea hombre, nosotros sí vimos que subían niños’; y que le dijeron al tal Mena ese: ‘Señor, ahí vienen niños’; o sea, supuestamente ellos creían que iba guerrilla con niños, porque iba una niña de 15 años, entonces esa era la guerrillera, esa, esa era la comandante, porque los profesores y los mayores iban muy atrás, los que iban era el grupito adelante de niños; y entonces qué dijo: ‘Bueno doble hijuetantas o son ellos los que se mueren o son ustedes, vean a ver’; y que los más bobos y los más malos dispararon a los niños, y que los otros disparaban al aire, por eso todos no están involucrados… Dicen que el ejército no debe disparar hasta ellos no ser atacados, y ellos dispararon sin nadie atacarlos, el comandante disparó el arma de él, dio órdenes de disparar granadas sin estar siendo atacados por nadie; porque es que los niños lo único que hicieron fue voltear en veloz carrera gritando pidiendo auxilio llamando al papá y a la mamá, niños de seis años, siete, ocho, nueve y diez años; y ellos disparando como unos animales, como unos locos… a los cinco minutos un receso… y volvieron y empezaron como diablos endemoniados disparando otra vez, a nada; y boten bala cuarenta, cuarenta y cinco minutos botando balas al aire, porque a la que habían matado ya la habían matado y el que se había volado ya se había volado, ¿entonces a qué dispararon? Nada más pa’ que dijeran que era un enfrentamiento, pa’ poder justificar las cosas”.
Inquiero sobre los móviles que había llevado a los soldados a seguir disparando más de cuarenta minutos si los niños habían muerto al principio.
“Seguro apenas vieron que los niños salieron corriendo loma abajo, ellos vieron la embarrada, entonces dijeron: sigamos disparando para que crean que es que aquí hay un enfrentamiento; esa fue la idea de ellos… Mire, mire que decir que salieron de una casa, que los veían salir de una casa vestidos de negro, armados, y les veían hasta dónde iban las armas, hasta el calibre y todo eso… ellos veían eso, pero lo que no vieron fue los niños vestidos de blanco, los colores que llevaban, las estaturas… alcanzaron a verle dizque el nombre a las armas pero no alcanzaron a ver que los niños iban de blanco, que eran unas migajitas de seis años, de siete años, que iban subiéndose a los palos, gritando, riéndose, jugando, eso sí no lo vieron; pero que sí subían armados y que subían por la loma arriba… y los únicos que cayeron muertos fueron los niños, y ni un guerrillero, ni un soldado, ni nada, nadie, nadie resultó herido ahí”.
Pregunto por las formas de memoria colectiva que la comunidad ha ejercido con relación a la masacre del 15 de agosto de 2000 y doña Argemira no duda en responder con la elocuencia que la caracteriza.
“Llevamos diecisiete años, cada año hay la conmemoración y la gente nos acompaña, solidaria. No hay quien falte que diga que qué bobada, que qué pendejada, que cada año la misma cosa; pero uno que le duele y uno que sabe el objetivo de esto, cada año, y hasta que tengamos vida y podamos y haya quién nos apoye, vamos a hacer la conmemoración de la muerte de los niños porque es que a ellos no los hemos olvidado. El parque educativo tiene el nombre alusivo a ellos, se llama Guardianes del Cielo, fue un nombre que buscamos con homenaje a ellos; este pasaje se llama El pasaje de los ángeles; o sea, aquí al pueblo le dolió, a todo mundo… Nosotros lo que hacemos cada año, por uno, que nosotros sabemos que ellos son nuestros guardianes del cielo y que sepan que no los hemos olvidado y que no se nos olvidó lo que pasó, a uno pues como familia ni hablar y a mucha comunidad, a la mayoría les duele esto, con el que usted hable y se sabe pues toda la historia de ellos, y por otro… con la esperanza de que algún día algún ente del Estado, alguna persona, algún interesado, alguno que le duela, o que algún día llegue esa voz a alguna parte que nos ayude… y que se acuerden que a nosotros no se nos olvida que no se ha hecho justicia… A uno le da mucha rabia, mucha rabia… una cosa tan obvia como fue, una cosa tan clara, y que quieran enlodar el nombre de los niños porque eso es enlodar el nombre de los niños, decir que ellos eran guerrilleros o que iban con guerrilleros y enlodar el nombre de la comunidad”.
En tiempos en los cuales se pretende acabar con un conflicto armado de más de cincuenta años, es urgente comprender a las víctimas y a partir de su dolor conocer más a fondo la generosidad humana de los colombianos. Cuando indago si ella quiere que todos los implicados sean condenados por los hechos, todos indistintamente, doña Argemira responde con el mayor altruismo que un ser victimizado puede albergar dentro de sí, con una voz esperanzadora.
“¿Los condenamos a todos o no? Yo diría, no, condenen al que dio la orden, condenen al responsable de esto, ellos simplemente obedecieron órdenes, y eran unos muchachos que como les decía yo una vez: qué más se puede esperar de unos muchachos que se llevan obligados, unos muchachos que obligan a disparar un arma, que están muertos de miedo, que no quieren hacer eso… Ahí el directamente responsable de eso fue Mina”.
Argemira Carmona en su lucha por vindicar la memoria de su hijo Gustavo Adolfo Isaza y de los niños Harol Giovani Tabares Tamayo, Paola Andrea Arboleda Rúa, Alejandro Arboleda Rúa y David Andrés Ramírez López, se ha convertido, de muchos modos, en la madre de los Guardianes del Cielo, quienes protegen hoy día a Pueblorrico, incluso conceden favores a quienes los invocan, es parte del ideario colectivo de los habitantes. Para despedirme, porque la noche ya se apresura entre los cerros tutelares, La Trocha y El Gólgota, y doña Argemira debe preparar su cena, la de su hijo y la de su nuera, que se encuentra encinta y es un motivo más de esperanza para su familia. Justo es a la esperanza que apunta mi invitación, y le propongo que hable un poco de ella.
“El único mensaje de esperanza es: el tiempo es el único que va borrando un poquito ese dolor tan grande, pero igual las cosas nunca se olvidan, pero sí las va superando uno; con el tiempo uno va aceptando esa triste realidad y el vacío de ellos, aunque eso nos acompaña toda la vida, pero sí supera uno mucho, con el tiempo… Esperanza de que ojalá no se vuelvan a repetir casos tan duros, tan tristes como los que nos ha tocado vivir a muchas familias en este país; y también uno nunca pierde la esperanza de que se haga justicia algún día y que esos casos tan tristes, tan duros, no queden en la impunidad”.
Me despido de doña Argemira y veo en el cielo que comienza a oscurecer el rostro de tantas mujeres que al igual que ella vienen reclamando justicia usando los mecanismos que tienen a la mano, al par que se van convirtiendo en investigadoras de los crímenes contra los suyos en la búsqueda de justicia. La madre de los Guardianes del Cielo aquí en Pueblorrico, las madres de Soacha, las madres de La Candelaria, doña Fabiola Lalinde que cumplió 32 años de buscar a su hijo y que es ya un símbolo de las víctimas de crímenes de Estado en Colombia, y tantas otras venerables. Me dirijo al hospedaje y preparo la partida hacia Medellín al día siguiente, por el cañón del Cauca, pensando en la vida y en la muerte, dos hermanas en cuyo juego el hombre es apenas una ficha de salida.
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