17 dic 2018

¿Para qué lectores en los tiempos del ruido? -Escritor invitado-*

Por Carlos Andrés Jaramillo
Filósofo, escritor y poeta


Foto: Julián Ospina
No siempre hemos leído en silencio. Hasta el siglo XVI de nuestra era, no fue una práctica corriente. Tanto el poeta, como el senador o el monje copista de la antigüedad escribían calladamente, pero leían sus textos en voz alta, delante de otros. No importaba si era un poema, una réplica aguda a cualquier ofensa o una fatigosa prueba de la existencia de Dios. La voz humana nunca dejó de escucharse, ni siquiera en las lecturas calladas, menos frecuentes, donde el lector se escuchaba así mismo. No se leía en silencio, pero había un silencio que escuchaba. Hoy, sin embargo, hemos llegado a un momento de la historia, en el que, por la alta tecnificación de nuestra civilización, incluso pensar es difícil y escucharse a uno mismo, en ocasiones, un reto. La cantidad de ruido humano, que es ínfimo, comparado con los ruidos de la naturaleza, impide muchas veces comunicarse.
Las corrientes de los ríos, las olas que golpean en todas las playas, la lluvia, los desprendimientos de tierra y grava, los grandes desplazamientos de los animales o la algarabía de los pájaros y los monos en las selvas, nunca alcanzan los niveles de los ruidos de los hombres, ni son tan irritantes. Acaso porque su monotonía los iguala al silencio, porque no son intencionados o por que jamás reclaman un sentido. La omnipresencia de la música, de los anuncios, de la transmisión de datos, de las voces humanas, de los vehículos y fábricas, en fin, de toda esa inflación sonora dificulta la tarea de entendernos. El ruido es ese sonido inarticulado que desgarra los oídos. Esa perturbación que dificulta la transmisión de un mensaje. Y lectura, creemos, es un diálogo que dos personas lejanas tratan de sostener. De ahí, esta relación que no es nueva. Casi nunca se habla de leer, sin hablar al mismo tiempo de escuchar.

A pesar del ruido, todavía pueden verse figuras dobladas sobre escritorios, mesas o escaleras. Figuras aisladas en medio del fárrago circundante: en cafés, universidades, autobuses, apartamentos o casas atestadas del ruido. Todos ellos abismados por la fuerza de atracción del libro, aislados como autistas, como amantes que se esconden para acariciarse o como hombres que buscan en la soledad a Dios. ¿Cómo lo consiguen? ¿Cómo persisten en un diálogo del que otros desisten irritados? Antes de preguntarme, por la utilidad de la lectura en nuestra época, conviene, sin embargo, preguntarme si todavía es posible leer, quiero decir, si el ruido aún nos permite comprender lo que el texto dice. Leer, dice Gadamer, es dejar que le hablen a uno.

El nexo entre escuchar y comprender, ha sido estudiado por este pensador alemán, en primer lugar, en relación con el discurso. Y esto se explica porque el oído es el sentido capaz de recibir el lenguaje humano, de acogerlo para la interpretación.

Fotografía tomada de internet
Pero cuando alguien lee en silencio, parece que ocurre otra cosa. Deja de atender a sus oídos externos, para prestar atención a una escucha interna. En él se despliega una voz. La voz silenciosa del libro, que es también la suya. Y lo que va escuchando, nos dice Gadamer, no es sólo la información que proporciona el texto, sino también el sentido que él, como lector, va anticipando mientras lee, y que se concretiza de golpe en una intuición, una comprensión, palpable, que acompaña, en adelante, toda la lectura como un mapa de lo que quiere decir el autor. De ahí que, para Gadamer, el lector que quiera comprender, debe “convertir el lenguaje escrito en lenguaje audible”, esto es, debe llevar el significado a su oído interno. De hecho, Gadamer habla de una especie de escenario interno donde transcurre la lectura. Pero en él no se escenifica lo leído, sino que se alcanza a comprender el sentido. A verbalizarlo. Gadamer lo expresa mejor: “no sólo se lee el sentido con los ojos, sino que también se escucha”.

Esta operación de escucha y de búsqueda de sentido, exige un esfuerzo tan grande de atención y de introspección en el lector, si es verdadero, que puede explicar el por qué es capaz de sustraerse al ruido. Es como si la escucha interior se disociara de lo que hay afuera. Como si estuviera hecha para unos sonidos que nadie, salvo ella puede percibir: la voz callada que habla en el libro y que exige una atención máxima. Por imperfecto que pueda llegar el mensaje, gracias al ruido exterior, ese sentido interno sumado al esfuerzo de lograr una intuición, nos dice por qué el acto de leer es todavía posible. 

De ahí que la comparación, según la cual la lectura es un diálogo entre dos sea inexacta. Pues, en realidad, la conversación se traslada a un espacio íntimo, ocurre dentro del lector. Más exacto sería decir, la lectura es diálogo en sí mismo con otro. Una representación donde se es el actor y el público. Un diálogo en el que la voz muda del texto habla para unos oídos que han dejado de prestar atención al afuera. De esta forma, el libro mismo, ese pequeño objeto que ha sido perseguido, quemado, prohibido, defenestrado, acallado por el ruido, concentra en sí mismo una exigencia para su desciframiento, que es, a la vez, su posibilidad de ser leído.

Después de que el ruido se tomara las bibliotecas, los templos, los pensamientos de los hombres, el libro es uno de los pocos lugares a los que vamos para encontrar el silencio, el misterio de las voces mudas que se dejan oír. Un silencio especial, como el de la música cuando no se interpreta, sino que se recuerda. Un silencio como el de los sueños. Una mudez que no golpea los oídos, como en ese verso de San Juan de la cruz que podría definir para nosotros la lectura: “Las ínsulas extrañas. La música callada. La soledad sonora”. Valga esto como esperanza de que aún podemos leer y como desafío: debemos volver a leer.


¿Para qué la lectura?

La pregunta sobre la utilidad de la lectura, no tiene el alcance que le da Adorno a su pregunta sobre la educación. Según él sólo cuando no podemos contar con la voluntad, ni se distingue el propósito de una empresa, es cuando preguntamos el para qué. Yo creo que todavía hay voluntad de leer, a pesar de las dificultades. E intento mostrar tres razones para insistir en esa práctica.


La lectura nos devuelve la intimidad


Foto: Julián Ospina
Un libro nunca es sólo es un amasijo de pliegos doblados, unidos entre sí por una capa delgada de pegamento y protegidos por dos guardas. Es ante todo, un objeto delante del cual un hombre se inclina para soñar. Un instrumento solitario que hace al lector todavía más solo. La soledad del libro exige intimidad. Pero nunca como antes en la historia, los gobiernos y las compañías saben tanto de sus ciudadanos o de sus clientes. Y jamás de manera tan fácil. Lo que antes suponía un esfuerzo gigantesco de movilización de encuestadores, estadísticos, técnicos y espías, ahora requiere un esfuerzo mínimo de recolección de datos con computadoras. La necesidad de ser público es tan imperiosa, que entregamos nuestra intimidad sin vergüenza alguna. Es el mercado el que encoje nuestros abismos, nuestros secretos, haciéndolos pequeños desniveles. La soledad del hombre está vacía. Cada vez hay menos pensamiento, experiencias o sensaciones significativas. Tal vez imitamos ya la soledad de los objetos. En la actualidad se da una paradoja reconocida por muchos. Las posibilidades de comunicación se han agrandado hasta la desmesura, hipertrofiado, pero cada vez estamos más solos, más desconectados de la política, de la sociedad. En cierta manera, somos prisioneros que dejan ver orgullosos su celda. Pacientes alelados por alguna medicina y que no sienten su encierro. 

La soledad, la intimidad, que reclama y que regala el libro es diferente. La intimidad supone una reflexión orientada hacia adentro, un habitar interior, concentrado, en cierto modo gozoso e intenso, gracias al cual nos singularizamos y ensanchamos nuestra profundidad. Y esta intimidad sólo se amplía en ese diálogo arduo, entusiasta, con los libros, que aportan el material para que esa vida interior se experimente de manera más diversa y honda.

Sin embargo, la soledad intima del libro, no es un encierro, una clausura, sino también una oportunidad privilegiada para desaparecer, para desistir de nosotros mismos. El libro, por su fuerza, nos arroja afuera de nosotros, mientras en nuestro interior ocurre su representación y su enunciación de sentido. Borges decía que leer suponía suspender temporalmente nuestro escepticismo para aceptar que lo narrado era real. El lector es como Dios. Para ser todo no puede ser algo. Debe ser nadie. Nos convertimos en el espacio donde transcurre la vida del libro. El libro nos llama a estar solos, para convertirnos en otros.

Por eso, la del libro, es una intimidad que nos dispensa de nuestra identidad, de forma transitoria o definitiva. Asistir a la lectura de alguien, es participar de un acto de ilusionismo por el cuál vemos a un hombre que hace mucho ha dejado de estar allí. El lector está en alguna parte, que no es delante de nosotros. Quignard dice que la gente se reunía para escuchar el silencio de Ambrosio de Milán. Pero también para verlo. El hombre que lee es la personificación del silencio. Como cada cuadro de Balthus lo es del erotismo. El mismo Quignard ha hecho de su vastísima y profunda obra una variación interminable sobre el tema del taciturno. Frente al mundo, exalta ese otro mundo de la lectura, el otro reino, el retiro solitario, a escondidas, fuera de la visión, del escrutinio de los otros. El libro nos llama a su interior para desaparecernos. Aceptar o no esa invitación es lo que posibilita la lectura.



La lectura nos pone en riesgo

Ilustración de Doré

Quizá nadie como Georg Steiner, haya alimentado mayores reservas hacia el vínculo inmediato que se suele establecerse entre civilización y lectura. El hecho de que la cultura no haya podido frenar el avance de los totalitarismos, de que los centros del saber hayan secundado a la barbarie, y de que, entre los criminales de los campos, se contaran lectores, parece corroborar que tal vínculo tan celebrado es problemático. Steiner no desecha la posibilidad de que el ejercicio prolongado de la lectura, estropee la sensibilidad que los individuos tienen hacia el mundo inmediato. No obstante, la figura de este pensador constituye también uno de los últimos bastiones en los que la literatura y las disciplinas humanas encuentran justificación ante la ciencia. Si la ciencia puede hacer valer su método en el mundo objetivo, son las letras las que construyen la imagen más minuciosa que tenemos de los hombres. Por eso, a pesar de sus reservas, Steiner cree que una buena lectura, cuando es activa, cuando no es fantaseo o un apetito emanado del tedio, es capaz de cambiar a los hombres. O, para decirlo con él, de poner en riesgo nuestra identidad al dejarla vulnerable.

Identidad es un concepto difícil que ha sufrido una evolución importante a través del tiempo. Hablar de identidad personal, es referirse a aquello por lo que un hombre se reconoce a sí mismo. En la antigüedad, creían que se trataba de una esencia inamovible, de una característica por la que alguien se diferenciaba de otros, haciéndose único. Después, la paradoja de que se pudiera ser idéntico a pesar de los cambios experimentados durante el tiempo, hizo que se revisara el concepto. Ahora, la identidad se concibe como una construcción dinámica del sujeto, una concepción propia que se va construyendo a partir de su interacción con diversos contextos e individuos que confluyen en la vida. Incluso una síntesis que sólo tiene lugar en un tiempo determinado y que guía nuestro accionar.

Por eso, parece que Steiner exagera al decir que solo la lectura es el agente de este cambio. La identidad se nutre de sus contextos, de sus experiencias. Sin embargo, el filósofo ha empleado la palabra riesgo, que es más fuerte. Acaso porque una buena lectura, un libro cuya idea perturbe, supone un cambio violento, brusco, de nuestro propio yo, enfrentado a una concepción nueva o más profunda de la realidad que refuta la que antes tenía. Es esta violencia, este momento en el que la mente se descubre tambaleante, la que entraña el peligro de la lectura. Por supuesto, es un peligro que impulsa hacia delante, que enriquece, pero que puede ser asumido como amenazante por que la conciencia se ve despoja de sus certezas.

Cuando alguien piensa en la muerte, lo asusta sobretodo perder su identidad. La forma de supervivencia lo tiene sin cuidado, mientras siga siendo él mismo. Este miedo, que no sintieron los griegos, fue aprovechado por el cristianismo al inventar la ficción pueril de la supervivencia del alma. Contrario a ellos, la lectura ofrece, de cierta manera, la muerte. Pero no en el sentido banal. De que hay personajes que mueren en los libros o de que la lectura o escritura de ciertos volúmenes podían condenar a la hoguera. Sino en uno más esencial: al leer, nos perdemos, nos ausentamos de nosotros para regresar, bien irreconocibles o bien como los mismos, pero con otros pensamientos. Leer da miedo, pero también produce la euforia del que tienta la muerte, si lo suyo no es una lectura banal. Steiner dice que antes de que sobrevenga un ataque de epilepsia, se tiene la sensación de que abandonamos nuestro cuerpo, mientras otra presencia toma nuestro lugar en él. La lectura es la conciencia de saberse cambiante, el miedo, la tentación de empezar a ser otro, de perderse en el proceso.


La lectura es una forma de resistencia

Foto: Sergio Henao
Después de la segunda guerra mundial, Theodor Adorno, el gran filósofo alemán, escribió una serie de ensayos donde trataba de pensar el significado de Auchswitz para la cultura. En el primero (1951), decía que escribir poesía después de los campos de concentración era bárbaro. En el segundo (1966), de años después, se desdijo parcialmente, y admitió que las víctimas tenían derecho a expresarse, y los torturadores la obligación de escucharlos. En el tercero (1969), escrito para la radio, expuso los mecanismos psicológicos y las presiones sociales que hicieron posible el holocausto, además lanzó una advertencia desesperada: estos mecanismos seguían activos en la sociedad y eran inherentes al proceso civilizatorio.

La existencia de Auchswitz le reveló al filósofo no sólo los abismos a los que puede conducir la idolatría de la tecnificación, sino algo más peligroso todavía. Encontró en la civilización una tendencia a crear anti-civilización, es decir, a producir la violencia que intenta destruirla desde adentro. Sabemos por Hobbes y por Freud que el precio que pagan los individuos por pertenecer a las sociedades humanas es demasiado alto en términos de represión y de cohibición de sus impulsos. Por ello, dice Adorno, surge en ellos un deseo agresivo de atacarla, de ir contra ella y todos los valores y restricciones, que nos permiten vivir juntos. Eso explica, en parte, el entusiasmo ciego con el que los alemanes se arrojaron a las carnicerías de las batallas y el gélido desprecio con el que asesinaron a millones de hombres, mujeres y niños en los campos. Pero además, Adorno descubre dos rasgos psicológicos que determinaron la existencia de la barbarie. El primero, la frialdad o falta de empatía del ser humano en general, que permitió las atrocidades que se cometieron con sus vecinos. El segundo, que es una particularidad de los individuos que perpetraron los crímenes. Todos ellos adolecen de algo que el filósofo llama “conciencia cosificada”. Es decir, tienen una comprensión del mundo en la que ellos y los demás son asimilados a objetos, y tienden a fetichizar los instrumentos de la técnica como fines en sí mismos, no como medios, como si su funcionamiento y efectividad fueran más importantes que los usos que les dan.

Cuando es toda una sociedad la que cede a estos impulsos, ya sea materializándolos o dejando de oponerse expresamente a ellos, los individuos separados, que no comparten esta tendencia generalizada son objeto de nuevas presiones y persecuciones. Para el filósofo alemán lo que los perseguidos pueden hacer para cambiar el estado global de cosas es, verdaderamente, muy poco. No depende de ellos una transformación política social o cultural. Ni siquiera pueden invocar valores superiores o deberes hacia los otros, pues se enfrentan con personas que sólo usan su razón para la planificación de los crímenes. Estos perseguidos, decía, sólo pueden oponer su propia conciencia que no acepta plegarse a ese ímpetu destructivo. Si bien, no van a cambiar su sociedad, se oponen a ella denunciándola, desenmascarando y haciendo cocientes las tensiones que dirigen sus actos y, en consecuencia, negarse a ser partícipes de ellos. Es como cuando nos explican cómo los medios nos manipulan o cómo las grandes cadenas comerciales nos engañan con promociones ficticias. Una vez que lo sabemos, dejamos de caer tan fácilmente. Alguna vez volveremos a ser engañados, pero no les será tan fácil. Por eso, Adorno no se abandona a la esperanza de que la razón pueda disuadir motivos poderosos. Más bien cree que ésta puede crear un clima favorable para no aceptarlos inmediatamente, para ponerlos en duda. Adorno comparte la misma desazón que Steiner al comprobar el poco poder de la cultura. Se me consuela, teniendo algo que oponer. Pero ese oponer, ese gesto, es poderoso, nos pone del otro lado, nos saca de la fila de los obnubilados.

La lectura es, por ello, la fuente de información que preserva al lector atento, lo precave de una tendencia general, que es inherente a la cultura y la piscología de los hombres, y lo lleva a luchar conscientemente contra ella. También lo conserva en su singularidad: aunque los libros lo abren a los otros, no lo anulan en las masas anónimas del sentimiento religioso o político. Puede volver siendo distinto al él mismo, pero manteniéndose individuo.

Acceder a otro pensamiento, verse confrontado en sus creencias. Alertado. Estimulado a lanzar preguntas incómodas a su propio tiempo. Todo ello lo permiten los libros, al crear en el hombre una conciencia que puede distanciarlo de una tendencia general deshumanizante.

En resumen, la lectura es una operación que busca hacer audible el sentido del texto. Este esfuerzo, es el que aísla al lector de su entorno. La lectura es posible aún en algunas condiciones de ruido. Nos devuelve, no la soledad, sino la intimidad donde podemos olvidarnos temporalmente de nosotros mismos. Nos arroja al riesgo de perdernos definitivamente. Un riesgo análogo al de la muerte. Y, al hacernos consientes de las pulsiones violentas que habitan en la conformación de la civilización y de los hombres, nos pone en alerta para resistirlas, aunque esa resistencia pueda cambiar muy poco o nada la tendencia de la sociedad.


Final

Finalmente, quisiera recordar, de manera muy breve, que para Borges, la lectura es una forma de la felicidad. En Grecia, cuando la filosofía se transformó, de especulación metafísica a búsqueda de un ideal de vida, la pregunta que guiaba las investigaciones era cómo alcanzar la felicidad. Ignoro si alguno la alcanzó, ignoro si alguno mientras buscaba se dio cuenta de que él, inmerso en los papiros o en los diálogos, sin una sola respuesta, ya era feliz.

Nota: El título del artículo quiere parodiar un verso de Hölderlin que es ocasión de una conocida reflexión Heideggeriana. Pero en él, no intento ofrecer una respuesta a la manera del filósofo, sino que ensayo un camino propio.

El presente ensayo fue una colaboración de Carlos Andrés, a quien agradecemos, profundamente, su presencia en este espacio para llegar a otros lectores que también batallan contra el ruido. Este y otros textos se pueden apreciar, asimismo, en su espacio virtual: https://carlosandresjaramillo.wordpress.com

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